La asignatura más difícil
Aquel monje mayor que
vivía en desierto salía a pedir en las horas de más calor. Su cuerpo aguantaba
bien el calor. Al atardecer pasaba por una fuente cristalina y fresca y ofrecía
a Dios el sacrificio de no beber hasta que llegaba al convento; como una
respuesta de Dios salía un lucero que le llenaba de gozo. Aquel día un monje
recién llegado le acompañaba. El nuevo monje sudaba y sudaba y su cara se
iluminó cuando vio la fuente. El viejo monje pensaba qué haría. Podía darle ejemplo,
explicarle lo del lucero, pero no había tiempo para grandes reflexiones. El
joven monje le miraba con ansiedad. El viejo se inclinó y bebió. El joven, gozoso,
se bebía la fuente. Poco después el viejo monje alzó la mirada, esperando no
ver el lucero, pero ante su sorpresa vio que habían salido dos. Comienza la
Cuaresma. Unos días en los que la Iglesia nos invita a prepararnos para vivir
la Semana Santa. Los días centrales de nuestra fe. El espíritu con el que
tenemos que andar estos días es el de un sacrificio que nos capacite al amor.
La sociedad actual nos invita continuamente a cultivar el individualismo. Un
individualismo que conduce necesariamente a la soledad, a la escoria del
egoísmo. Nos golpean anuncios, invitaciones, sugerencias… para que vivamos para
nosotros. Por eso, la mejor penitencia está en darse. Darse a los demás. Igual
que San Juan de Dios recomendaba a los granadinos “que se hicieran caridad a
ellos mismos” entregándole una limosna para sus pobres; también ahora la
Iglesia nos invita a hacernos caridad a cada uno negándonos caprichos, no
quejándonos, refrenando la lengua, viviendo algún detalle pequeño para
sacrificar nuestros gustos o aficiones. De la misma manera que el anciano monje
supo impregnar de caridad su costumbre, también cada uno debe ser capaz de
sacrificarse por hacer más amable el camino a los demás. Serán detalles que
pasarán desapercibidos para la mayoría de las personas pero, al igual que el
monje, arrancaremos cada día una sonrisa de ese Dios que está a 40 días de inmolarse
por nosotros. Él sabe que no podemos ofrecerle mucho más. Por eso no espera de
nosotros más que el sacrificio silencioso de lo ordinario. Y es que al amor le
pasa lo mismo que a los niños recién nacidos… no se sabe que está vivo hasta
que llora.